domingo, 2 de marzo de 2014





“EL HOMBRE DEL SALTO” Don DeLillo


Hoy traigo un libro que hay que leer porque es un bestselller. Quiero decir lo que digo, es un bestseller, así que ya tardan.

Hombre, no lo digo yo, en la contraportada, de donde se recogen las reseñas congeladas, listas para una pasada rápida por el microondas; reseña que no voy a copiar ni inventar, que cada uno se las arregle como buenamente pueda; viene esto:

<<Tiene todos los elementos de un bestseller>> New York Magazine 

Lo dice New York Magazine, nada más ni nada menos. No tengo ni idea de quién se trata, pero imagino detrás un crítico de fuste.



Así que ya tardan.

Es un bestseller.

La triste contraportada da para una crítica más, que no debo leer bajo riesgo de desbaratar mi yihad lectora.

Bueno... De perdidos al río. Allá va:

 
<<Leyéndolo tienes que acordarte de seguir respirando>>

Y esto lo dice un tal New Statesman. No le hagan mucho caso. No te mueres ni nada. O bueno, si no están muy seguros de acordarse de respirar, no lo lean por si acaso. Más vale prevenir...

De todas maneras solo es un bestseller (que dice el anterior buen señor).

En fin... hagan lo que deseen, yo me limito a mostrar el primer capitulo.



1

Ya no era una calle sino un mundo, un tiempo y un espacio de ceniza cayendo y casi noche. Caminaba hacia el norte por los escombros y el barro y pasaban junto a él personas que corrían tapándose la cara con una toalla o cubriéndose la cabeza con la chaqueta. Iban con pañuelos apretados contra la boca. Llevaban los zapatos en la mano, una mujer con un zapato en cada mano pasó corriendo junto a él. Iban corriendo y se caían, algunos de ellos, confusos y desmañados, con los cascotes derrumbándoseles en torno, y había gente que buscaba cobijo debajo de los coches.

El estrépito permanecía en el aire, el fragor del derrumbe. Esto era el mundo ahora. El humo y la ceniza venían rodando por las calles, doblando las esquinas, arremolinándose en las esquinas, sísmicas oleadas de humo, con destellos de papel de oficina, folios normales con el borde cortante, pasando en vuelo rasante, revoloteando, cosas no de este mundo en el fúnebre cobertor de la mañana.

Llevaba traje y maletín. Tenía cristal en el pelo y en el rostro, cápsulas veteadas de sangre y luz. Dejó atrás un rótulo de Desayuno Especial y pasaron corriendo junto a él, policías de la ciudad y guardias de seguridad, con la mano apoyada en la culata de la pistola, para mantener estable el arma.

Las cosas de dentro estaban lejos y quietas, donde se suponía que él se encontraba. Sucedía por todas partes, en derredor suyo, un coche medio enterrado en escombros, con las ventanas reventadas y ruidos emergiendo, voces radiofónicas escarbando en las ruinas. Vio personas chorreando agua al correr, y cuerpos empapados por los sistemas de irrigación. Había zapatos descartados en la calle, bolsos y computadoras portátiles, un hombre sentado en el bordillo tosiendo sangre. Vasos de papel llegaban en extraños rebotes.

El mundo era esto, también, figuras en las ventanas, en lo alto, a trescientos metros, cayendo al espacio libre, y la pestilencia del carburante en llamas, y el desgarrón sostenido de las sirenas en el aire. El ruido se hallaba por doquier corrían ellos, sonido estratificado que se les juntaba en torno, y él se adentraba en el ruido y se apartaba, al mismo tiempo.

Hubo otra cosa entonces, fuera de todo esto, no perteneciente a nada de esto, arriba. La vio bajar. Una camisa surgió del humo alto, una camisa que se levantaba y que flotaba a la deriva a la escasa luz y que luego volvía a caer, hacia el río.

Corrieron y a continuación se detuvieron, unos cuantos, quedaron ahí parados, balanceándose, tratando de respirar el aire ardiente, y los alaridos espasmódicos de incredulidad, las maldiciones y los gritos perdidos, y el papel amasado en el aire, contratos, currículos al vuelo, trozos intactos del mundo laboral, rápidos al viento.

Siguió caminando. Unos habían dejado de correr y permanecían quietos, otros tomaban por alguna bocacalle. Unos cuantos caminaban de espaldas, con la mirada puesta en el centro del suceso, en todas esas vidas que allí se retorcían, y las cosas seguían cayendo, objetos ardiendo, que dejaban estelas de fuego.

Vio dos mujeres llorando en su marcha atrás, mirándolo sin verlo, ambas en pantalón corto de deporte con el rostro desplomado. Vio a unos cuantos del grupo de taichí del cercano parque, ahí de pie, con las manos extendidas más o menos a la altura del pecho, con los codos doblados, como si todo esto, incluidos ellos, pudiera ponerse en situación de expectativa.

Alguien salió de un restaurante y trató de entregarle una botella de agua. Era una mujer con máscara antipolvo y gorra de béisbol, que apartó la botella y desenroscó el tapón y luego volvió a ponerla a su alcance. él dejó el maletín en el suelo para cogerla, sin apenas darse cuenta de que no utilizaba el brazo izquierdo, de que había tenido que dejar el maletín en el suelo para coger la botella. Llegaron tres coches de policía por una bocacalle, en dirección al Downtown, muy de prisa, con las sirenas puestas. él cerró los ojos y bebió, sintiendo que el agua le recorría el cuerpo y arrastraba consigo el polvo y el hollín. La mujer lo miraba. Dijo algo que él no oyó. Le devolvió la botella y recogió el maletín. Había un regusto de sangre en aquel prolongado trago de agua.

Reanudó la marcha. Había un carro de supermercado en posición vertical y vacío. Detrás una mujer, frente a él, con cinta policial envolviéndole la cabeza y el rostro, la cinta de color amarillo que se utiliza para marcar los límites del escenario del crimen. Sus ojos eran finas arrugas blancas en una máscara brillante, y sujetaba el carro por la barra, mirando el humo.

Llegado el momento oyó el sonido de la segunda caída. Cruzó Canal Street y empezó a ver las cosas, por así decirlo, de otra manera. Las cosas no parecían cargadas del modo habitual, la calle empedrada, los edificios de hierro fundido. Había una ausencia fundamental en las cosas que lo rodeaban. Estaban sin terminar, sea esto lo que sea. Estaban sin ver, sea esto lo que sea, los escaparates, las plataformas de carga, las paredes rociadas de pintura. Quizá sea éste el aspecto que tienen las cosas cuando nadie las ve.

Oyó el sonido de la segunda caída, o lo percibió en el aire tembloroso, la torre norte cayendo, un blando espanto de voces en la distancia. Era él cayendo, la torre norte.

El cielo aquí estaba más claro, y él pudo respirar más fácilmente. Tenía otras personas detrás, miles, llenando la media distancia, una muchedumbre a punto de constituirse, gente saliendo del humo. Siguió su marcha hasta verse obligado a parar. Lo golpeó rápidamente la evidencia de que no podía ir más lejos.

Intentó decirse que estaba vivo pero la idea era demasiado abstrusa para asentarse en él. No había taxis y el tráfico era escaso y a continuación apareció un viejo camión de portes, Electrical Contractor, Long Island City, y aparcó en línea y el conductor se inclinó hacia la ventana del pasajero y se puso a examinar lo que veía, un hombre incrustado de ceniza, de materia pulverizada, y le preguntó dónde quería ir. Estaba ya dentro del camión y había cerrado la puerta cuando comprendió hacia dónde se había encaminado desde el principio.